"...Jamás había detectado que el dinero había sido un fin y no un medio en mi vida..."

Desde niño soñé con un futuro exitoso y brillante acompañado de riquezas, fortuna y prestigio.

A medida que fui creciendo, mis ambiciones por ver satisfechas mis ilusiones se salieron de mi control para empezar a ocasionarme problemas. Jamás había detectado que el dinero había sido un fin y no un medio en mi vida. Pero el diablillo de la neurosis me impidió verlo como tal. Empecé a tener una actitud enferma por tener encontrarme algún billete o moneda en el suelo de camino a la escuela. Cada domingo esperaba con ansiedad que mi abuelo nos visitara para comer con nosotros pero el momento esperado era cuando veía como abría su monedero y sacaba algunas monedas. Al principio, no le daba importancia a la cantidad que nos entregaba. Tan solo era la sensación de tener el capital para poderme comprar todas las golosinas que se me antojaran en la cooperativa de la escuela. Poco a poco, empecé a ver que el dinero me daba los amigos que mi propia personalidad tímida y acomplejada me impedía establecer relaciones sanas con mis compañeros (as) de la escuela. Me sentía poderoso, importante, seguro de mi mismo y sobre todo querido y admirado por aquellas personas que deseaba que me tomaran en cuenta y envidiado por quienes deseaba ver humillados. Dentro de mí crecía una idea distorsionada del uso que debía de darle al dinero. Entonces, lo que me daba mi familia no era suficiente. Necesitaba tener más dinero para poder complacer los caprichos y obsequios que me pedían las personas a quienes yo deseaba impresionar. Empecé por quedarme con los cambios después de hacer algún mandado. Después le siguieron los pequeños robos en la tienda de la esquina. Por las noches el insomnio y el temor a ser llevado a la cárcel me hacía perder la tranquilidad viviendo un continuo malestar de culpa y arrepentimiento.

Muchos ejemplos más de ahorrar de una forma desmedida solo sintiendo un placer malsano de llegar a mi casa, agregar los billetes de las propinas que las personas me daban por mis servicios como escribiente en un escritorio público, me hacían sentir una euforia desmedida, de sentirme Rico McPato y sentir una locura al aventar los billetes e impregnarme con el olor del papel moneda. Sentía un enorme ambición por acumular más y más dinero e imaginarme que algún día tendría el suficiente para viajar por todo el mundo. Por vestirme en las tiendas de ropa más exclusivas y ver mi cuerpo adornado de alhajas de todo tipo. El oro fue siempre uno de mis metales favoritos por ese enigmático color que tenía para causarle un efecto hipnótico y disfrutar de su peso cuando tenía algún objeto fabricado con ese material.

Y qué decir del dolor que me causaba invitar a salir a alguien. Mi cabeza se volvía una caja registradora señalando cada uno de los importes de los gastos en los que iba incurriendo. El costo de la entrada al cine, las gasolinas compradas, la cuenta por la cena digerida y el taxi de regreso a casa. Me reprochaba lo que hubiera hecho con todo ese dinero. Por supuesto que ya no disfrutaba esa salida y menos, si no había al menos un beso o una caricia que compensara el dolor que me había ocasionado desprenderme de mis amados billetes.

Una de las últimas trastadas cometidas por mi defecto de carácter fue haberle pedido dinero prestado a un amigo de la universidad para pagar un evento realizado en el MBV. Aquella ocasión, a pesar del malestar de sentirme jodido ante este amigo, le pedí el importe exacto del mismo, dando mi palabra de que le cubriría el adeudo comprometido. El tiempo pasó, fui al evento y, a pesar de que mi conciencia me recriminaba la morosidad con que estaba actuando, me rehusé a pagarle el dinero. Ignoraba sus correos, no contestaba sus llamadas y hacía caso omiso de las presiones de los amigos que me exigían que cumpliera con mi palabra. Ese dinero jamás lo pagué.

En el grupo, mi actitud enferma también tuvo repercusiones. Cuando yo llegué escuché aquello: “No se pagan derechos ni cuotas”. Lo que parecía que me había dado cuenta es que el enunciado también decía: “nos mantenemos con nuestras propias contribuciones voluntarias” de modo que me desconcerté cuando empezaron a pasar la canastita de la Séptima Tradición. Ya fuera por vergüenza o para que no me dijeran nada como comencé a aportar cantidades mínimas. Lo que descubrí poco a poco, al escuchar a los compañeros regalar su historial y a comentar el mío, es que la avaricia produce un profundo sentimiento de culpa y rechazo a uno mismo. Para mi desgracia, descubrí que era emocionalmente incapaz de dar algo sin esperar nada a cambio. Cuando comencé a aportar en los gastos comunes del grupo y a participar en los servicios fue despertar a una experiencia que jamás había vivido: la alegría de dar. Y entendí que lo que dice la Séptima Tradición de que la cesta es donde se depositan las aportaciones, es el lugar donde se une lo material con lo espiritual.

Después de comentar en tribuna el dolor que me ha causado este defecto y los calificativos que recibí de las demás personas (avaro, tacaño, poquitero, agarrado, etc., pude poner en práctica las sugerencias que me daban. Ahora, gracias a NA he aprendido a desprenderme del dinero sin dar oportunidad a las cavilaciones de si es mucho o es poco. Darme a mí mismo y a los demás es un buen principio. También hacer pequeños o grandes obsequios de vez en cuando, sin esperar recibir algún beneficio posterior, ha sido un gran antídoto. Algo que me han dicho mis compañeros es que el dinero, como la salud y las demás cualidades que tenemos, no son mías: le pertenecen a un Poder Superior. Mi anterior padrino me decía que el dinero es redondo porque se hizo para rodar o ¿no? Otra medida que me ha ayudado ha sido utilizar las cosas que me duele usar. Como aquel traje carísimo que siempre guardaba en el armario para las grandes ocasiones que nunca llegaban.

Por supuesto, esto ha sido de la mano del apadrinamiento para poner en práctica el Sexto y Séptimo Paso para que esté dispuesto a dejar que un Poder Superior me libre del sufrimiento que me causa este defecto cuando Él lo crea conveniente.